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*Por Hugo Montero, periodista, escritor, fundador y co-director de la Revista Sudestada.
Marzo, 1967. Cae la tarde húmeda en la selva cuando el Che se acerca en silencio al grupo reunido en un claro. Los que discuten con fervor son un recién llegado militante boliviano y uno de los curtidos guerrilleros cubanos. Minutos antes, el Che había regresado al campamento rebelde bautizado como El Oso, después de una extenuante jornada de exploración por las cercanías del Río Grande, pero el cansancio no le impide seguir con atención el debate y detener la discusión apenas con un gesto. “Vamos, hay que hablar”, interrumpe. A su alrededor se acomodan en silencio los integrantes de los pelotones del centro y de la retaguardia. Entonces, con paciencia y firmeza, detalla los motivos políticos de su participación en aquella aventura, y en particular se ocupa de despejarles cualquier duda a los bolivianos con respecto a las razones de la presencia de los cubanos a su lado. Está claro, afirma el Che: ni él ni sus hombres han llegado a ese destino sudamericano para ocuparse de la guerra revolucionaria en sustitución de los bolivianos, sino para colaborar con ellos en todo lo que sea posible con el objetivo de desencadenar la pelea por la liberación de su pueblo. Después, apelando a una metáfora explosiva, intenta ser más gráfico todavía: “Nuestra función aquí no es ni siquiera la del detonador. El detonador son ustedes, compañeros. Nosotros somos todavía menos. Nosotros somos apenas el fulminante; esa delgada capa de fulminato de mercurio que recubre al explosivo en el interior de un detonador, que no sirve más que para activarlo, para reforzar el encendido. Eso es todo”.
Como si hubiera previsto lo que vendría después (la andanada de confusiones, equívocos y tergiversaciones que se multiplicaron tras su intento revolucionario), el Che sintetiza en apenas una imagen los motivos de su presencia en Bolivia, sus objetivos políticos y las condiciones necesarias para el éxito de su misión. Lejos de la caricatura de los críticos infalibles, más lejos todavía de los analistas que estudian la historia con el diario del lunes y de los flagelantes arrepentidos que no pueden mirar más allá de la derrota, la metáfora elegida por el Che es al mismo tiempo revelación y estudio, síntesis y reflexión, apuesta y desafío para un proyecto estratégico que había comenzado muchos años antes de aquella tarde húmeda de marzo de 1967 en la explicó sus razones a los guerrilleros bolivianos. Un proyecto socialista que también iba más allá de las fronteras bolivianas, que atravesaba los límites regionales y que pretendía encender la chispa en la pradera (“Tal era nuestra labor de sembradores al voleo, lanzando semillas con desesperación a uno y otro lado, tratando de que alguna germinara antes del arribo de la mala época”, explicó durante su travesía en el Congo): la urgencia era la característica singular de su época, y el objetivo era asumir el rol de catalizador a partir de la construcción de una retaguardia guerrillera e internacionalista para las luchas venideras en todo el sur del continente. Una referencia de resistencia para los rebeldes, un eje sobre el cual podrían girar los embrionarios movimientos de liberación que comenzaban a brotar en toda la región, los núcleos de trabajadores organizados y los grupos dispersos de estudiantes que estaban dispuestos a ser protagonistas de su propio tiempo en busca del socialismo.
Por eso Bolivia. Para encender la chispa. Para desatar el incendio revolucionario.