Gabriela Krause
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Parece mentira, pero empieza a acercarse la primavera. El año se va yendo, el invierno pasó desapercibido y el solcito empieza a copar el aire de la ciudad. Los estudiantes – aquellos que pueden darse ese lujo – están felices: se viene su día. La gente cambia el humor, empiezan a renovarse las energías. Vuelven los vestidos de flores, que tanto nos gustan y… los pajeros se reproducen como mosquitos. El piropo callejero se vuelve más viral, se encuentra a la vuelta de cada esquina y el acoso se naturaliza como un halago que ninguna mujer pidió.
El piropo callejero: un acoso cotidiano que no se asume como tal
Antes que nada, establezcamos lo necesario: muchos vivimos en un entorno en el que ciertas cuestiones, ciertas luchas y deconstrucciones, son habituales. Tendemos, como humanos, a relacionarnos y tejer redes de gente que piensa como uno, que actúa como uno, que aprende o desaprende a la par de uno. Esto, que muchas veces resulta fundamental para no enloquecer y para enriquecerse como ser humano pensante, muchas veces nos hace creer que las luchas ideológicas están logradas y que ya hemos llegado a buen puerto. Pero no es tan así, y el choque de realidad puede ser un plato muy crudo.
El piropo callejero es acoso, pero esto todavía no lo aprendió el grueso de la gente. Y esto no lo establezco como premisa para justificar al acosador, sino para concientizar acerca de cómo ve estas situaciones, también, la gente de alrededor. No sólo el acosador se desentiende de la gravedad de sus hechos: los ciudadanos muchas veces miden estas situaciones con la misma vara. Por esto, es necesario comprender qué vuelve acoso al – valga la redundancia – acoso, para poder empoderarnos en nuestra defensa y para poder educar y comunicar con ciertos hechos establecidos.
¿Qué vuelve acoso al acoso?
Según la definición, acosar es insistir [una persona] en algo (una acción, una petición, preguntas, quejas, etc.) o persistir [algo (una situación, una idea, etc.) que resulta molesto o dañino para una persona].
Molesto o dañino. El acoso es una irrupción de la privacidad, una violación de ciertas libertades personales. La molestia y el daño no se pueden medir. No se puede hacer un listado de actitudes molestas y dañinas. La molestia y el daño son subjetivos si se tiene en cuenta que pueden variar según el sujeto en cuestión. Entonces, podemos establecer que si yo camino por la calle y no pido un piropo, y ese piropo me llega y me molesta, porque me incomoda o me daña, porque me incomoda y, también, me asusta, esa actitud es acoso.
Hay que desaprender y desnaturalizar el acoso para no perpetuarlo

Yo tenía once años, supongo, la primera vez que me gritaron en la calle. Me desarrollé muy temprano y las tetas incipientes atraen como mieles, parecen, al tipo que se cree – más bien sabe – impune frente a una niña que se muestra por la calle y que obviamente no se animará a responder.
Las primeras veces caminaba por la calle con mi mamá, que se hacía la que no escuchaba pero me apretaba la mano casi inconscientemente más fuerte y me hacía saber, sin decirlo, que estaba conmigo. Y yo me sentía a salvo.
Después, una empieza a salir sola. Las tetas ya no son incipientes.Los piropos pasan a descripciones gráficas de las prácticas sexuales que el varón en cuestión gustaría de hacer con nosotras. Hasta que un tipo, que algunos tildan de enfermo pero entendemos como hijo sanísimo y prodigio del patriarcado, nos muestra su miembro, y no contento con eso, se masturba sin drama mirándonos con lascivia. Esto, que parece una exageración, es normal. Normal de norma corriente. Normal de cosa que pasa todos los días. Y no he encontrado, hasta la fecha, mujer que me haya negado vivirlo.
En este punto una empieza a sentir miedo. Y ese miedo es acoso porque molesta, porque daña, porque viola nuestras libertades cuando nos obliga a cambiar de camino, a evitar a andar solas, a caminar por las calles paranoicas, mirando para todos lados, escuchando en cada esquina los sonidos y aprendiéndolos para reconocer y alertarnos ante cualquier modificación.
De camino a casa queremos ser libres, no valientes

La salida es, como siempre, la educación. No sólo hay que educar al acosador sino a aquellas personas que, por cercanía de la persona que lo sufre, son quienes están destinados y destinadas a contener la situación. Hay que entender qué lleva consigo un acoso para poder evitarlo, para poder poner en lugar seguro a la mujer que se siente violentada. Hay que reconocer cuáles son las implicaciones del acoso para poder hacer entender al resto de la gente por qué lo calificamos como tal. Para esto, la educación es fundamental. Necesitamos – esto ya lo sabemos – más perspectiva de género en todas las currículas, desde el jardín hasta las carreras universitarias y los posgrados. Necesitamos, también, que la comunicación eduque desde el mensaje que queremos transmitir.
¿Cómo podemos hacer entender a la gente que el piropo es un acoso, cuando en la tele nos muestran que si la mina se muestra está bien hacerle comentarios ofensivos sobre su cuerpo, exponerla ante la cámara, hacerla dar vueltitas y mostrarse enfocando premeditadamente todas las partes que del otro lado están ávidos de ver?
Todo apunta a naturalizar el acoso. La mujer es mercancía en la publicidad, en el cine, en la televisión, en la música, en todo lo que consumimos a diario. Todo apunta a legalizar el acoso: si la mujer es mercancía, el piropo viene a resultar una simple analogía de lo que sería una mera opinión o alabanza hacia un objeto. “Este auto está re bueno”; “la comida está excelente”; “cómo me acostaría en este sillón”; “cómo te chuparía todas las tetas”. Es todo lo mismo, una simple opinión que podemos dar porque lo que tenemos enfrente es eso, un mueble. La violación, entonces, no es más que un robo, nunca el peor final.
Pero debemos entender que naturalizando el piropo, naturalizando que a una piba de escuela le muestren el cuerpo en la calle, naturalizando tener que presenciar, a la fuerza, una masturbación no sólo estamos permitiendo ese tipo de acoso: estamos abriendo una puerta.
Del otro lado de la puerta, está ese robo: la violación. ¿Por qué? Porque seguimos perpetrando el discurso que pone a la mujer en una especie de vidriera. Si seguimos permitiendo que se nos vea como un objeto de intercambio comercial, seguiremos siendo cosas que se pueden ultrajar como si sólo fuera eso, un hurto. Como si no sintiéramos, o no nos cambiara la vida esta cuestión de no poder decidir ni establecer como territorio de propiedad privada ese cuerpo, el que llevamos como una carga.
La educación debe apuntarse, entonces, a desnaturalizar estos hechos y no a redirigir la culpa hacia las mujeres.
Estamos acostumbradas a que se nos diga que si no queremos piropos, no nos vistamos así, sin entender que es nuestro derecho vestirnos como queramos y que a quien debe apuntarse con un dedo es al tipo que elige gritar cuando no debería.
Si queremos salir a la calle en shorcito, con remera ajustada y escote porque hace calor y porque así nos gusta vestirnos y porque nos encanta también que nos dé el sol: es nuestra elección hacerlo. Eso no nos hace carne barata para quien quiera tomarla. Sólo nos hace libres, cuerpos que eligen. Si el hombre desea, a partir de ahí, actuar en consecuencia atentando contra nuestras libertades, es él el que está mal, aunque ya parezca redundante, innecesario, aprendidísimo.
Entonces ¿qué hacemos?
La Legislatura porteña sancionó una ley contra el acoso callejero que prevé penas de hasta $1000 o 10 días de trabajo social contra las personas que “hostiguen, maltraten o intimiden” y que “afecten en general la dignidad, la libertad, el libre tránsito y el derecho a la integridad física o moral de las personas basados en su condición de género, identidad y/o orientación sexual”. Los “piropos” entran dentro de las acciones prohibidas en la nueva normativa.
¿Sirve de algo esto, cuando sabemos que denunciar a veces nos lleva a vivir en el proceso una nueva situación de violencia? ¿Sirve de algo responder, cuando sabemos que a veces nos ponemos en peligro? ¿Debemos quedarnos calladas, respirar hondo y aguantar?
La respuesta la estamos construyendo. El camino viene de hace muchísimos años y recién empieza. Hemos ganado territorios, hemos perdido otros, hemos festejado luchas y seguimos llorando compañeras. Pero el camino no hace más que empezar. La respuesta, que es la educación, a veces es un proceso lento. Mientras tanto, hay que mirar para adentro, entenderse y deconstruirse como sujetos y sujetas cargados de imposiciones sociales que vienen de tiempos lejanos y muy anteriores a nuestras existencias. Somos el instrumento de un puente que tiene que darse y estamos construyendo de a poco, pero constantes y determinadas. El puente, que debe erigirse, también se debe mantener para que un día otras generaciones los crucen, y la mamá de una niña de once no deba sostener apretada tan fuerte su mano, más que por placer o por amor.