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Está el hombre que una mañana nos vio volar aproximadamente cinco metros en medio del boulevard cuando nos caímos de la bicicleta y bajó de su auto para levantarnos, preguntarnos si estábamos bien y si queríamos que nos lleve a casa.
Está el taxista que frenó y nos regaló un viaje gratis hasta la terminal porque hacía un frío aterrador; el chofer del 107 que cuando subimos nos saluda chocando los cinco y el pibe que se quedó una hora de reloj charlando con nosotras de Game of Thrones en la parada de colectivo un viernes a las doce de la noche.
Están los que nos dejan subir primero al bondi, los que nos hacen reír en el boliche y aquel grupo de pibes que nos cuidó y acompañó cuando nos quedamos solas en un recital.
Están nuestros viejos, nuestros hermanos y todos nuestros amigos. Nuestros compañeros de trabajo, de estudio y nuestros profesores.
Está el médico que atiende a toda nuestra familia cada vez que pasa algo y los vecinos de nuestro barrio; el que nos llevaba a la primaria en su camionetita blanca, el que nos vino a rescatar a nuestra perra cuando se atascó en una tranquera y el que siempre nos inflaba la bicicleta.
Pero también está el que una noche que salíamos del trabajo nos siguió hasta nuestra casa, el que pasó masturbándose en bicicleta cuando teníamos dieciséis años y estábamos yendo a lo de una amiga.
Está el que meaba a unos metros de nosotras en la previa de un recital y nos gritaba agarrando su miembro con las dos manos y sacudiéndolo mientras reía a carcajadas.
Está el taxista desequilibrado que nos puteó y nos bajó a los gritos en medio de Buenos Aires a las tres de la mañana y el que nos apoyó en el boliche y en el bondi y en el boliche de nuevo.
Está el novio de una amiga que le grita y le rompe cosas, el ex de otra que no la dejó salir por mucho tiempo. Está el vecino que tiene una perimetral porque intentó matar a la mujer. Está el conocido que siempre vuelve con la madre de sus hijos después de cagarla a palos porque tiene cara de bueno y es dulce pidiendo perdón.
Está el profesor de Economía que nos miraba las tetas y el otro profesor de Economía – Mmmh – que se hacía el que no escuchaba cuando respondía una mujer.
Está el que nos gritó ‘andá, puta de mierda’ porque hicimos como que no escuchamos cuando nos susurró una guarangada.
Están todos. Todos compartiendo el mismo plano y el mismo tiempo. Los que nos cuidan y los que nos matan, los que nos consideran compañeras y los que nos creen compañía desechable. Los hombres no son todos iguales y si alguien puede dar fe de eso somos nosotras. No necesitamos explicaciones, ni que argumenten una persecución ridícula o que se pongan a la defensiva los que se ponen un saco que no les cabe. Los hombres no son todos iguales y nosotras, juntas y en las calles, les vamos a mostrar bien la diferencia. No nos matan más.
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