Gabriela Krause
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De Julio Cortázar, mucho copete no se puede hacer. Hay autores que son así: muy diversos y tan complejos que ni ellos mismos se entienden. Por eso, nos regalan algunas locuras, y cuando una, sentada en la computadora, trata de resumirlas, se lengua la traba. La cuestión es simple, no así la obra: hay personas que de tanto escribir, reinventaron el lenguaje. Y nombrarlas en palabras normalizadas es, cuanto menos, una falta de respeto.
La primera vez que agarré Historias de cronopios y de famas tenía, si la memoria no me falla, quince años. No se preocupen, esto no es más que una introducción: no vengo a hablarles de mí, sino de él. Con quince años y pocos libros encima, quedé fascinada por esta obra que de convencional debe tener, como mucho, uno o dos renglones. Vacíos.
De este libro dividido en partes disímiles y delirantes, sin dudas una de las obras más surrealistas del autor, siempre rescaté las instrucciones. No porque me gustaran más que el resto del libro, sino por la sensación de que se puede arrancar literatura de absolutamente todo, si se está prestando la suficiente atención. Así, leí y releí estas listas de cómo hacer cosas no una, dos o tres veces. Las leí y las releí y las leo y releo, en definitiva, siempre vuelvo a Cortázar y siempre vuelvo a esta especie de curso intensivo de cómo vivir. Desde cómo darle cuerda a un reloj hasta cómo subir una escalera, hay otro tipo de lecciones que están tan adheridas a las palabras que pareciera que no, pero que rascando lo suficiente salen, y cómo, y cuántas…
Entre otras cosas, aprendí a inventar. Y como aprendí a inventar, aprendí a vivir. Viviendo, se aprende todo: las cosas buenas, las cosas malas y las cosas que existen y las que no. De todas se puede hacer literatura, también, y a veces la literatura vive en ellas incluso antes de que las miremos. El caso del llanto, por ejemplo, tan literario que asusta y tan real y mundano que punza, fuerte, cuando puede salir y cuando no.
De chica lloraba por casi todo y ahora de grande me cuesta un tanto más. Hay días, esos días en lo que todo es tristeza pero ni haciendo fuerza, en los que pienso que algo va a hacer crack, romperse, desprenderse de mí para siempre y matarme de afuera. Cuando el llanto no sale, lo abro. El libro me espera, como siempre, casi oculto entre los demás pero brillante. Entonces leo esto:
“Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
FIN”
… Y lloro hasta calmarme y se va el dolor. Después de dormir, ya puedo escribir otra vez.