Soledad López Moreira y Lucía Gulisano Saris
Soledad López Moreira: Militante política y social |Feminista y madre | Estudiante de Sociología, y de la Educación no formal | Amante de las emociones, los discursos políticamente incorrectos y espontáneos.
Lucía Gulisano Saris: Militante Política de izquierda y militante social | Psicóloga y Feminista | Estudiante de posgrado en Psicoterapia |
Adicta al café, al mate y la literatura feminista.
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Estar a favor de las consignas feministas parece ser casi una obligación moral, ya que el
discurso políticamente correcto está instaurado hace tiempo como una especie de regla social. También parece que muchas veces se presenta como una moda, asumido como algo más estético que ético, que queda en la superficie, sin un real ejercicio de lo que el concepto representa. Sin embargo, quienes se apropian del feminismo para hacerlo realidad, no tienen una vida exenta de conflicto: por el contrario, el discurso y hacer feminista es ninguneado, ya que como teoría política no está jerarquizado.
El feminismo es un impertinente, ya lo decían y dicen – decimos – las feministas; molesta, porque viene acuestionar todos los ámbitos y lugares, el público y el privado, las instituciones, la familia, los vínculos, el cuerpo, la sexualidad, el deseo, el poder político, el trabajo, la economía y la historia. Y lo viene a hacer, además, de una forma distinta: las feministas politizamos todos los aspectos de la vida, y lo hacemos de una forma desconocida, porque no solo planteamos otro ejercicio de poder, sino que lo ponemos en práctica al mismo tiempo que lo enunciamos.
Si mujer no se nace sino que se hace (al decir de Simone de Beauvoir), crear una identidad feminista implica una doble tarea: deconstruir para volver a ser. Cuando las mujeres nos adentramos en la teoría feminista, lo primero que hacemos es politizar nuestra vida cotidiana, nuestros vínculos, nuestras vivencias, y una vez que lo hacemos ya no podemos volver atrás. Las gafas violetas (metáfora de Gemma Lienas en donde todo se ve desde una filosofía feminista) no nos dejan vivir como hasta ahora lo veníamos haciendo. Antes de luchar por cambiar lo macro, el feminismo nos cambia a nosotras mismas, y en el primer lugar donde se dan esas transformaciones es en nuestra
cotidianeidad.
¿Qué implica asumirse feminista?
El feminismo, que es práctica y praxis política, implica una forma de ser y estar en el mundo, es una toma de consciencia, en donde cada mujer re-edita su biografía, y adquiere una nueva forma de ver el mundo. Tiene capacidad emancipadora y por ello no es una teoría más, sino que es pensamiento crítico basado en una teoría de la justicia, capaz de transformar todos los aspectos de la vida.
Ser feminista implica empezar a autorizarse y legitimarse, individual y colectivamente. Las mujeres en la historia no suelen ser interpretadas como las legítimas transformadoras, impulsoras de los cambios sociales o cuestionadoras del status quo, aunque siempre estuvieron y formaron parte de estos procesos.
Vivimos nuestras experiencias de vida cotidiana transversalizadas por nuestra condición de género/clase/raza/sexo, por lo tanto, nuestras luchas por la transformación de este sistema patriarcal y capitalista como mujeres feministas, están dotadas de dificultades que responden a lógicas estructurales.
Las mujeres feministas bien sabemos la lucha constante que damos en nuestras casas por el reparto de las tareas domésticas. Incluso la percepción que tiene el entorno respecto a cómo estas tareas se distribuyen, también está cargada de roles estereotipados. Nunca faltan los comentarios (sean de tía, suegro, abuela, madre, etc) como: “Nena ¿le podrías coser el pantalón a ese chiquilín?”; “M’ijito ¿Qué cosas ricas te hacen de comer?”; “¡Me lo tenés medio flaco al nene!”; “¿Te ayuda él con las tareas de la casa?”; estas son algunas de las innumerables frases, preguntas o incluso frases encubiertas en forma de chiste, que las mujeres aún debemos soportar. Son frases que atentan contra nuestra autoestima, y el de todas las mujeres. Siempre colocándonos en el lugar de la servidumbre, de dadora de satisfacciones, creadora de la felicidad ajena; la mujer es siempre LO OTRO.
Lo cotidiano es político
No es fácil discutir con nuestros seres amados cuando nosotras elegimos no cumplir ese rol, que la tarea de llevar adelante un hogar es de toda la familia. Desde el trabajo doméstico (su planificación y ejecución), la contención emocional de sus integrantes, planificar las vacaciones y cumpleaños, la administración económica, entre las tantas tareas que hay en un hogar. Que no es un tema de amor, sino un tema de construcción colectiva y justicia. Si no es colectiva la tarea, lo que hay de fondo es explotación: explotación de nuestras parejas que amamos hacia nosotras. Sí, no es fácil
problematizar eso con la abuela.
Ser mujer feminista implica problematizar el lugar de lo político en la construcción de nuestra vida cotidiana. Pensar el género como acto político es ir más allá de entenderlo como un problema de leyes y derechos. Lo político, lejos de pertenecer exclusivamente al ámbito gubernamental, está en todo acto de nuestra cotidianeidad: está en las formas de trabajo asalariado, está en la distribución de los roles domésticos, está en la normalización de la sexualidad, está en el sistema educativo. La vida cotidiana se construye en el ámbito de lo público, y desde ahí constituimos la vida política. La femineidad depende de los procesos de socialización por los cuales pasamos desde que
nacemos; a las mujeres nos llenan de historias de príncipes azules y amores incondicionales: nos regalan muñecas, cochecitos y cocinas, para que nuestro principal proyecto de vida sea ser madre y ocuparnos de la casa.
En cada ámbito al que vamos, nos dicen lo lindas que somos, haciéndonos creer que eso es lo único que importa. Nos enseñan a ser dulces, tranquilas y sumisas para agradarle a los demás. Nos enseñan que la política es territorio de hombres y que las mujeres no tenemos capacidad suficiente de decisión. Cuando somos adultas, cuestionan nuestra decisión de no
ser madres; y si lo somos, se nos dice cómo parir, si debemos o no hacer colecho, cómo educar a nuestros hijos, porque parece que como mujeres no somos capaces de tomar esas decisiones por nosotras mismas. Incluso para abortar, en Uruguay, debemos pasar por una serie de profesionales y tomarnos una semana para la reflexión, porque nuestro cuerpo parece que siempre es más de los otros que de una misma, sobre todo cuando de tomar decisiones sobre él se trata.
Sí, a las mujeres esta sociedad nos enseña muchas cosas, menos a construir una autoestima política (esa que viene de lo social), ya que desde que nacemos nos enseñan a ser objeto de deseo del otro, en vez de ser sujeto de deseo propio.
La clase y el género
La lucha por la igualdad de género es una lucha ideológica y las feministas estamos comprometidas no sólo a cuestionar la realidad sino también a transformarla. Desde nuestras prácticas en el hogar, en el trabajo, en la familia, con nuestras amistades, en la pareja, en la no pareja, en el sexo, en la política; es una militancia constante. Porque la construcción de los roles sexistas están en todas partes, estos roles encierran valores machistas, que legitiman al sistema de explotación patriarcal.
Entendemos que no hay socialismo posible si reproducimos los valores del sistema hegemónico y no eliminamos las relaciones desiguales que tenemos dentro de la misma clase, y después de clase. Para esto, es necesario eliminar de nuestras prácticas cotidianas aquellos valores que oprimen, disminuyen y explotan a nuestros iguales de clase por su identidad sexual, de raza y género. Es decir, aquellos valores que responden al sistema patriarcal y capitalista.
Esto anterior nos coloca en un lugar incomodísimo, porque implica asumir que, en las
relaciones con nuestros pares, amigos, compañeros, parejas, familiares, se generan relaciones desiguales de poder, y por lo tanto diversas formas de opresión, y combatirlo es parte de nuestra lucha.