Siempre parece imposible, hasta que se logra
En febrero de 1990 Nelson Mandela era liberado luego de casi 28 años en prisión, marcando un antes y un después en la historia de Sudáfrica, en lo que luego sería el final del terrible Apartheid.
Por Sabrina Campos
para @CorriendoLaVoz_
Alguna vez, hace mucho tiempo atrás, el gran Miguel Hernández escribió unos versos que luego popularizaría Joan Manuel Serrat alrededor del mundo. Esta servidora, particularmente, creció escuchando y repitiendo esos versos heredados hasta el hartazgo; culpa de –o gracias a- una herencia materna difícil de esquivar bajo su techo reinante. Entonces, de pendeja, repetía algo como: “Para la libertad: sangro, lucho, pervivo (…) Para la libertad, siento más corazones, que arenas en mi pecho: dan espuma a mis venas”.
Claro que en esos momentos, esta pobre cría no tenía la más remota idea de qué podía llegar a ser pervivir, de qué arenas hablaba el tal Serrat, y menos aún podía identificar la canción con alguna historia de vida. Hoy, digamos, unos veinte años después, leyendo apenas un ápice de lo que constituyó la vida y obra del hombre que nos convoca, me acerco a entender, a través del pervivir de Nelson Mandela, de qué se trata eso que supe tararear de memoria dos décadas atrás.
El Señor Nelson Mandela se erige, entre tantos ejemplos nefastos de individualismo político, utilización propagandística y egolatría, como un distinto que eligió ver más allá de sus propias narices en pos de romper barreras demasiado afianzadas socio-políticamente, y demostrar, que no importa cuánto oxido acarree una sociedad, porque no hay mejor abrasivo que una lucha constante y decidida.
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Resulta casi injusto resumir los comienzos de un tipo tan profundo en unas pocas líneas, pero intentaremos hacer justicia. Hace falta decir que Mandela, nacido en 1918, renuncia a su derecho hereditario de convertirse en jefe de la tribu Xosa y elige dedicarse al derecho, título que obtiene en 1942 –habiendo sido expulsado años atrás de la escuela de Artes por participar de una huelga estudiantil-. En 1944 ingresa al Congreso Nacional Africano (ANC), erigiéndose como uno de los líderes del movimiento que lucha contra la opresión de los negros sudafricanos. Cuatro años después, llega al poder en Sudáfrica el Partido Nacional, que institucionaliza sin más la segregación racial creando el Apartheid. Ese que vimos en el colegio alguna vez, pero de cuya magnitud no tenemos idea: los negros no podían votar y mucho menos ser parte de un gobierno. El transporte público, los negocios, los hospitales, juzgados, e incluso la ciudad, estaban “asignados”, divididas entre blancos y negros. La educación de un chico negro costaba un 10% de la correspondiente a un blanco, y no había chances de que cursaran estudios superiores.
A partir de 1952 Mandela pasa a presidir el ANC mientras lideraba las acciones de hecho del movimiento, además de proveer de asesoramiento legal a muchos negros que de ninguna otra manera, hubieran conseguido representación.
La cosa iba de mal en peor, hasta que el régimen decide crear siete “reservas” en territorios marginales donde confinar a la mayoría negra. El ANC responde entonces con manifestaciones que terminan en la detención de la mayoría de sus dirigentes, entre ellos Mandela, primeramente acusados de traición y juzgados varios meses después, para ser luego liberados por falta de pruebas en 1961.
Desalentado ante la fuerza del régimen, el ANC comienza el movimiento “Lanza de la Nación”, brazo armado de la lucha que apuntaba a atacar instalaciones simbólicas o de valor económico, evitando generar víctimas humanas.
Mandela no paró nunca, porque –en sus propias palabras- “después de escalar una gran colina, uno se encuentra sólo con que hay muchas colinas más por escalar”, y así lo hizo. Viajó por diversos países de la región, solicitando fondos, apoyo, extendiendo el laburo que venían haciendo en pos de la causa. Se convirtió, claro, en una gran piedra en el zapato del régimen; era considerado un terrorista.
Con esa premisa fue detenido y encarcelado a su regreso al país, en 1964, y luego de un juicio contra los líderes de la Lanza de la Nación, el mismo año en que es nombrado presidente del ANC, es confinado a Cadena Perpetua.
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“Para la libertad (…) me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos, de mi casa, de todo”, pregona la canción de Hernández que mencionábamos al principio. Así es como a Mandela le “cortan las piernas” confinándolo a prisión perpetua en un módulo de aislamiento para presos políticos Robben Island. El líder innato se convierte entonces en el prisionero 466/64 (por haber sido condenado en 1964) fiel a su estilo consigue estando recluido el título de Licenciado en Leyes. Afuera, la libertad de sus pares era tan limitada como dentro de la cárcel, las cosas empeoraban y el régimen se limitaba a seguir su política de segregación y represión, indiferente a las sanciones internacionales; al aire “libre” la sensación era de pleno estado de guerra.
En 1982, Mandela es trasladado a una prisión en Ciudad del Cabo, un tanto menos rígida que la anterior. Habiéndose negado rotundamente a disminuir su pena o conseguir libertad condicional a cambio de firmar un manifiesto de rechazo a la violencia en la región y aceptar las condiciones del régimen –además de sellar su renuncia- , el prisionero 466/64 comenzó desde su encierro material, una serie de comunicaciones con sus carceleros. Durante años, y a paso de hormiga, consiguió empezar a reunirse con los altos mandos políticos y de los servicios de inteligencia. “Si quieres hacer las paces con tu enemigo, tienes que trabajar con tu enemigo, entonces, él se vuelve su compañero”, esgrimía. Resulta asombroso, encontrar infinitas líneas de coherencia entre sus dichos y sus actos, de esas que raramente podemos identificar actualmente en los gobiernos de turno. Pero sigamos con la historia.
Ya en 1988 –a un mes de cumplir sus 80s- y con su mito de preso político creciendo a pasos agigantados, Mandela es trasladado a una clínica por haber contraído tuberculosis. El panorama cambia, en tanto condiciones humanas de su encarcelación, para su bien, y desde ya, como recurso del gobierno intentando crear un falso clima distendido sobre la situación del recluso sobre el que estaban posadas las miradas del mundo entero.
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La piedra en el zapato que constituía Mandela para el gobierno sudafricano, se hacía más y más incómoda. A su vez, fuera de prisión, su esposa Winnie continuaba la lucha de su pareja alcanzando altas posiciones en el ANC.
Llegado febrero de 1990, y tras varios encuentros con el presidente Frederik de Klerk, Mandela logra su liberación tras casi 28 años de prisión; además de recobrar la legalidad para el ANC y otras organizaciones similares. Porque, como él mismo diría: “ser libre, no significa desamarrarse de las propias cadenas, sino vivir en una forma que respete y mejore la libertad de los demás”.
Madiba (tal su título honorífico otorgado por los ancianos de su clan) viajó nuevamente por el mundo advirtiendo que aún no era propicio levantar las sanciones que regían sobre el gobierno sudafricano, ante la posibilidad de que estos siguieran cometiendo los mismos abusos de siempre.
En 1991, mientras en Argentina reinaba la pizza con champagne, en Sudáfrica Mandela era elegido presidente ejecutivo del ANC reunidos en la Conferencia de Durban, los congresistas acuerdan reorganizarse como un partido político. Ese mismo año, el gobierno de Klerk decide desmantelar el entramado del Apartheid y firmar un acuerdo con los demás partidos y organizaciones políticas para promover la paz, la armonía y la prosperidad. En el último referéndum “sólo para blancos” se aprueba por un sorprendente y alentador 68% el proceso de reformas hacia la unificación racial en Sudáfrica.
“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen o religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si pueden hacer esto, también se les puede enseñar a amar”, sentenciaba Mandela en medio de la transición que se daba en la región, signada por enfrentamientos armados de aquellos que aún se oponían a compartir sus vidas con “los negros”.
Es en abril de 1994, cuando finalmente se realizan las elecciones a la primera Asamblea Nacional multipartidista, y el ANC consigue el 62.6% de los votos asegurándose el control de todos los gobiernos provinciales salvo los de KwaZulu-Natal y Cabo Occidental.
El opositor cuasi terrorista, se había convertido entonces en el Presidente que apostaba a una salida política y pacífica de reorganización para Sudáfrica; tomando las riendas de una transición difícil en un territorio signado históricamente por la segregación y las luchas entre conciudadanos.
Integro, lúcido, respetuoso, de una coherencia pragmática insoslayable. Mandela demostró que era él quien ocupaba el sillón de poder y que hay formas de que el poder no se coma al mandatario. Que se puede mirar más allá de sí mismo, y que la confrontación política es un arte de negociación compleja que lo llevó, con trabajo y con principios a terminar con el arraigadísimo proceso del Apartheid en su país.
Pasaron 13 años desde la liberación de Nelson Mandela de prisión, y resulta inadmisible que sigan habiendo episodios de racismo, de segregación, por color, por raza, por clase económica, entre tantas otras. Dicen que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra y lamentablemente seguimos tropezando infinidad de veces con nuestros propios prejuicios, nuestra propia ignorancia. Porque en palabras del mismísimo Madiba “la educación es el arma más poderosa que podés usar para cambiar el mundo”. Sólo resta pensar, ¿qué estamos esperando?