#SemanaDelChe Cortázar tuvo un hermano

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Periodista | Editora de Géneros y Breve Eternidad | Poeta | Feminista | En mis ratos libres sueño con armar una banda disidente.
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El 29 de octubre de 1967, a 20 días de que sucediera, Julio Cortázar escribía, para Adelaida de Juan y Roberto Fernández Retamar, amigos cubanos que le pidieron unas palabras, sobre la muerte del comandante. Todavía todo estaba muy fresco. Tal vez no se podría siquiera afirmar que alguno de los involucrados hubiera tomado real dimensión de lo que significaba la partida del Che en ese entonces. ¿Sabían que el suceso vestido de muerte era en realidad el nacimiento de un nuevo gran símbolo?

El escritor está evidentemente atravesado por la vida y obra revolucionaria del Che. Más allá de todo lo que se pueda analizar su figura políticamente, Cortázar lo explora desde el arte tanto escribiéndole un poema, como en su cuento “Reunión” (Todos los fuegos el fuego, 1966) y habla de él en más de una ocasión.

Cortázar, que no ha sido un escritor condescendiente, respondió estas líneas con un breve poema. La carta, que bien postula que “la verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me que­da más que el silencio (…)“, es una pieza literaria en si misma. Muy sentida, como todo lo que se escribe cuando el corazón late demasiado, y muy triste, porque el corazón – como la tinta -, a veces late a fuerza de tristeza y de dolor.

Imagen de Reunión, edición ilustrada por Enrique Breccia (Ed. Zorro Rojo, 2012)

París, 29 de octubre de 1967

Roberto, Adelaida, mis muy queridos:

Anoche volví a París desde Argel. Sólo ahora, en mi casa, soy capaz de escribirles coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé irse los días como en una pesadi­lla, comprando periódico tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos ca­bles y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones. En­tonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto, y entregué ese texto que debiste recibir y que vuelvo a enviarte aquí por si hay tiem­po de que lo veas otra vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los mecanismos del télex y lo que pasa con las palabras y las fra­ses. Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperada­mente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me que­da más que el silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié ese texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti. Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así, ciento cincuenta palabras, como si uno pudiera sacarse las pala­bras del bolsillo como monedas. No creo que pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la retórica. Y eso no, sobre todo eso no. Li­sandro me perdonará mi silencio, o lo entenderá mal, no me impor­ta; en todo caso tú sabrás lo que siento. Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organi­zación internacional. Y todo esto que te cuento también me aver­güenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces. Recibiste, espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era mi única manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos los amigos de la Casa. Y para ti también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto que nació como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos más juntos.

CHE

Yo tuve un hermano.

No nos vimos nunca
pero no importaba.
Yo tuve un hermano 
que iba por los montes 
mientras yo dormía.

Lo quise a mi modo 
le tomé su voz
libre como el agua, 
caminé de a ratos 
cerca de su sombra.

No nos vimos nunca
pero no importaba, 
mi hermano despierto 
mientras yo dormía,

mi hermano mostrándome
detrás de la noche 
su estrella elegida.

Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida. Hasta siempre,

Julio

“Le tomé su voz, libre como el agua”, no sólo suena hermoso sino que existe por si solo y es tan real… Si hoy, tantísimos años después de la muerte del Che, quienes vivimos después de su partida seguimos escribiéndole y reinventándolo e intentando reinterpretarlo es porque, en definitiva, queremos reivindicar esa voz libre que fue y tomarla para entender cómo ser libres también. La figura del Che es esa figura que aun sigue marcándonos el camino a quienes, como Cortázar, no lo conocimos pero tampoco tuvimos la suerte de serle contemporáneos. En definitiva, el comandante, el hombre de la estrella ha trascendido a las banalidades de la muerte terrenal y sigue, tanto tiempo después, mostrándonos detrás de la noche su estrella elegida. Y es él la estrella que siguen eligiendo detrás de la noche aquellos que siguen buscando las maneras de reinventar, desde las bases del hombre libre, su revolución.

Ha muerto el hombre y ha nacido la leyenda mítica que es hoy. El cuerpo muerto de aquel que supo albergar la más pura libertad y guardarla para nosotros. Para que, cuando estemos listos, le saquemos el polvo y la hagamos fluir.

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