Los buenos muertos

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Gabriela Krause
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Editora at Géneros
Periodista | Editora de Géneros y Breve Eternidad | Poeta | Feminista | En mis ratos libres sueño con armar una banda disidente.
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Matan a un pibe de 17 años en Capital Federal por estar pintando paredes. No lo mata la policía: lo mata un buen vecino que “pensó que era un ladrón”. La indignación popular es palpable. O, tal vez, es tristeza: lo que duele es que lo hayan confundido con un chorro. Porque si así era…

¿Qué requisitos hay que reunir para que se llore la muerte de uno, de una? ¿Cuál es el examen de aptitud que hay que pasar? Todo esto recuerda a una serie sobre el cielo y el infierno, en la que según las acciones en vida, sería la vida en el más allá. Algo así como un purgatorio, ¿no? pero de unos seres humanos, “los buenos”, a otros, los “moralmente cuestionables”.

Parece mentira, pero otra vez nos encontramos debatiendo qué es ser una buena víctima. Muere un pibe, lo mata un tipo grande, y el debate está puesto en si es un bajón que haya muerto o no, porque el pibe no estaba robando. Estaba haciendo arte. Y el vecino se confundió, pobrecito, pero ¿qué hacía con un arma cargada? ¿por qué no nos estamos enfocando en él? ¿Y si el pibe era un chorro, qué? ¿Merecía morir? ¿Merecía la condena social? ¿Merecía que aplaudamos al buen samaritano que acabó con un negrito más?

Antecedentes

Ésto no es nuevo. Cuando mataron a Rafael Nahuel, la gente compartía estados de Facebook hiper emotivos sobre su vida. Que laburaba, que se formaba, que empatizaba con las causas sociales. Como Micaela, la militante que murió víctima de un femicidio, que se volvió emblema por su remera de ni una menos, y que opacó un poco a Araceli, que tenía una vida más complicada, más turbulenta, menos de manual de la buena vecindad.

Parece que efectivamente existen las buenas víctimas y las malas víctimas. Cuando hace años buscábamos a Melina Romero, esa “fanática de los boliches que abandonó la secundaria”, deberíamos haberlo previsto: para ser llorado por la buena clase media hay que tener un comportamiento intachable, y robar no se perdona, aunque graffitear sí.

Cabe preguntarse qué esperamos de la gente para considerarla una triste pérdida. Cabe preguntarse también por qué no nos estamos preguntando mejor quién era ese vecino, por qué estaba armado, por qué disparó si no violaron su privacidad, por qué estamos lamentándonos de que el pibe no sea un chorro, por qué sus amigos tuvieron que comerse la mierda de ver esa muerte, por qué no le ponemos un nombre al tirador y dejamos a la familia del pibe llorar a un hijo perdido en paz. Un hijo perdido. Uno más, que no vuelve, porque sí. Porque hay prejuicios. Porque los medios alimentan esos prejuicios. Porque los chorros son todos malos, sí, todos malos, y los vecinos armados a veces pueden practicar con ellos como si jugaran al GTA.

Así parece pensar una porción de la sociedad, pero este pensamiento aparte de ser impuesto está carente de inocencias. Entre líneas se lee: si hubiera sido un chorro todo bien, si hubiera sido un chorro todo bien, si hubiera sido un chorro todo bien. Y, en realidad, todo mal. Porque si hubiera sido un chorro, todo mal. Si hubiera sido un chorro, el vecino no tenía por qué matarlo. Nadie tendría por qué matarlo.

Doctrina

En el marco de una política oficial que avala el gatillo fácil, si el pibe hubiera sido efectivamente un chorro, no habría condena social. La condena se da justamente porque no lo es. Una lata de aerosol no es un arma, y el pibe las mostró, esperanzado. Pero seguimos viviendo una coyuntura que, de ser distinto, diría que está bien. Que la defensa propia, que la inseguridad, que los chorros, que está bien. Porque la policía lo hace. Y si la policía lo hace, y si en los barrios hay alarmas vecinales, ¿por qué no? 

Cristian Felipe Martínez Rodríguez

Tenía un nombre. Era colombiano. Diecisiete años. Cuando lo mataron, acababa de terminar el graffiti. Del atacante no sabemos nada, más que la descripción de sus amigos que vivieron todo el hecho mirando desde enfrente. Pero del chico malo que resultó ser bueno, sí, sabemos. Sabemos que era un artista callejero con nombre. Sabemos que no merece, por ahora, que sepamos quién lo mató. Sabemos que él mismo tuvo que gritar varias veces que no era un ladrón, como si ello supusiera un pañuelo blanco, una carta comodín. Sabemos que lo mataron. Sabemos que su atacante está detenido. Sabemos que era barbero. Los medios cuentan todo esto, sobre todo lo bueno, para explicar por qué Cristian no merecía morir. Pero ¿otros sí?

El graffiti que pintaba Cristian, foto de Página 12.

Coyuntura

Es inevitable destacarlo. Hoy se cumple un año de la desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado en manos de las fuerzas del Estado.

Santiago es, fue, y será, para muchos un ejemplo de lo que es ser buena y para otros un ejemplo de lo que es ser mala víctima.

Juzgamos a nuestros muertos, para bien o para mal.

Cuando los del piso seamos nosotres, ¿qué dirán?

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