Gabriela Krause
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Los años pasan vertiginosos y el mundo se acomoda poco a poco a los nuevos cambios. Hoy en día, resulta casi impensable imaginar la vida de una mujer sin derecho a voto, al trabajo, relegada a vestirse como dicen que debe vestir.
El tiempo pasa y el mundo se acostumbra, los oprimidos adquieren derechos. Hoy en día y en occidente, vemos el mundo desde un palco más cómodo que nuestras madres y abuelas. Las cosas cambian: nosotras cambiamos. Tenemos, como mujeres, muchos más privilegios que antes. A simple vista, muchos podrían creer que hemos, por fin, alcanzado la igualdad. Pero todavía falta mucho, aunque haya quien no pueda notarlo.
El mundo del arte no está exento de estas cuestiones. Si miramos en retrospectiva reconoceremos una infinidad de espacios ganados por las mujeres, en todas sus ramas. Pero, ¿hay una igualdad real de posibilidades entre hombres y mujeres? ¿Es el público igual de exigente con los dos? ¿No estamos, todavía, acostumbrados a ver a la mujer como musa y no como sujeto de creación? ¿Dónde está el lugar de la mujer en la literatura, ese arte oscuro y masculino donde tanto cuesta avanzar?
La literatura: ese universo elitista, gobernado por hombres de oficina
No es un secreto para nadie lo dificultoso que resulta y siempre ha resultado, para todos, hacerse un espacio en el mundo de las letras. Sin distinción de género, etnia o color, quienes escriben y logran imponer su nombre en la escena literaria son pocos y afortunados. No sirve con sólo tener el talento. Hay escritores y escritoras brillantes que mueren en el anonimato, dejando sus letras en el olvido o en el recuerdo de la familia y de los amigos. El universo literario es un lugar hostil. Es difícil, cansador y triturador de sueños. Como muchas veces para tener un trabajo, no alcanza con un buen currículum, un buen texto no alcanza para publicar una obra y, encima, lograr que sea bien acogida.
Eligen nuestra literatura hombres de traje, en cómodas oficinas, apuntando con el dedo el manuscrito ganador, descartando otros. También hay mujeres de pollera y saco que eligen, pero son las menos: el lugar de las chicas, en este caso, es el de llevar y traer los manuscritos, contactar autores y demás: labores de secretaría.
Sin caer en generalizaciones, hay algo tangente en la conciencia popular y es que, cuando una mujer escribe, el público imagina, en su mayoría, literatura rosa: las muy de moda novelas eróticas e históricas, novelas de amor, dramones de primera mano. No se imagina que una mujer pueda escribir algo de calidad y eso es lamentable, sobre todo porque, a esta altura del partido, uno creería que las mujeres ya somos consideradas seres pensantes, con un coeficiente intelectual mayor al de un simio y para nada básicas. Pero esto no pasa porque sí. Si no somos capaces de esperar demasiado de la literatura que es escrita por la pluma femenina es, aparte de prejuicioso y desagradable, entendible en el punto en el que sabemos que, al menos, lo que más trasciende de esas plumas es eso. Por supuesto: las mujeres, al igual que los hombres – ¡se van a sorprender! – escribimos de todo. Esto significa que no somos peores que un hombre para los policiales, la fantasía, la poesía, el realismo mágico o el género que el lector tenga en mente o prefiera.
Pero como indicamos en un principio, los años pasan y todo, aún la apertura de la mente humana, evoluciona. Pero hay cosas que no cambian, al menos no completamente. Si bien la mujer hoy se anima mucho más a escribir y dar su nombre y su cara (y tiene derecho a hacerlo, en tanto no hay ninguna prohibición para ello), hay poca Recepción para ella en un mercado que es marcadamente elitista y machista, donde la misoginia abunda desde las páginas de una novela beat hasta la foto elegida para la solapa del libro de la autora del momento. En este contexto (y en uno más crudo, años y siglos anteriores), es que las mujeres ven truncados sus sueños y anhelos literarios y nosotros, lectores, nos vemos inmersos en un mundo de literatura predominantemente masculino y similar. Al menos, el que llega de la mano de los grandes monstruos editoriales.
Los premios
Es en este contexto dificultoso para todos los autores, donde publicar en una editorial más o menos grande resulta prácticamente imposible, que muchos optan por presentarse constantemente a concursos y esperar el anhelado premio: la publicación. Lamentablemente, en esta modalidad también las cifras son negativas para las mujeres, lo cual es, cuando menos, curioso, considerando que, en lo supuesto, quienes ejercen de jurados lo hacen desconociendo la identidad del autor, en el mayor de los casos, y que lo que se juzga no es la persona sino su habilidad al escribir.

En 2015 se realizó en España el tercer informe del Observatorio Cultural de Género (OCG) que se ocupó de visibilizar estas cuestiones. El estudio es netamente sobre premios literarios en su región, pero es ilustrador y representativo del mundo literario en general, sobre todo teniendo en cuenta que proviene de la mayor cuna de editoriales de letras hispanoamericanas.
Según la directora del OCG, María Ángeles Cabré, la infrarrepresentación del género femenino es especialmente clara en las categorías de ensayo y teatro, donde las autoras han recibido sólo el 7% de los premios. Pone como ejemplo el ‘Premio Anagrama de ensayo’: en 40 años ninguna mujer ha formado parte del jurado y sólo se premiaron 5 autoras. Por lo demás, tanto en narrativa para adultos como en poesía, las mujeres no han logrado superar el 25% de los galardones y la única disciplina que supera estos porcentajes es la de narrativa infantil y juvenil, donde se logra un 36%, lo cual arroja dos motivaciones: este tipo de literatura se considera, por el grueso de la gente, de menor prestigio y… las mujeres saben qué temática escribir para los niños: han nacido para ser madres.
No ha sido posible, en todo caso, saber cuáles son los motivos de estos bajos números. Las editoriales no facilitan datos respecto a cuántas mujeres y cuántos hombres se presentan por certamen: esto nos dice que, o bien las mujeres no se presentan porque saben que no pueden lograr el galardón, o efectivamente hay un tabú en los electores que impide que la irrupción de las letras femeninas se vuelva posible.
El premio Nobel de literatura es el ejemplo más al alcance de todos. Desde su aparición, se han entregado 113 premios de los cuales sólo 14 han sido mujeres. Alarmante: el premio es el segundo con más galardones femeninos. El primero es… el de la paz.
Las mujeres tienen mucha presencia en el mundo editorial y así y todo, es una realidad que publican mucho menos. Los jurados, los directores editoriales, los premiadores: todos son hombres. Y si los hombres siguen siendo sectarios y eligiendo no leer un libro publicado por un nombre femenino, será difícil, entonces, lograr la paridad.
Mujeres que debieron camuflarse para ser
Siempre, esto es indudable, ha habido mujeres escritoras: las letras son un modo de expresar que en algunos cuerpos se manifiestan casi como una necesidad. Hay quien no elige escribir, simplemente, le surge. Y esto ha sido así desde el inicio del lenguaje.
Ha habido, a lo largo de los años, muchísimas mujeres que han debido adoptar la identidad (al menos, el seudónimo, porque tal vez la identidad esté en lo escrito y no mute el género) de un hombre.

Las hermanas Charlotte, Emily y Anne Brontë son un ejemplo fundamental. Luego de que a Charlotte, a los 20 años, le rechazaran un manuscrito con la premisa de que “el mundo literario no es para mujeres”, pasaron a llamarse Currer, Ellis y Acton Bell. Otros casos son, por ejemplo, Mary Ann Evans, quien publicaba como George Elliot, o Louisa May Alcott, como A.M Barnard. En el siglo 20, un poco más “avanzados”, comienzan a verse mujeres que, en lugar de utilizar nombres masculinos, optan por publicar con iniciales ambiguas, de tipo “unisex” y su apellido, como por ejemplo P.L Travers, J. California Cooper, Nora Roberts como J.D Robb o, a fines del siglo – y este es un ejemplo tan contemporáneo para todos nosotros que casi sorprende que siga siendo necesario – J.K Rowling, quien supo que vendía mucho menos al presentarse al mundo como Joanne Rowling y adaptó su identidad a las necesidades del rubro.
Quienes conocen la historia de Margaret Keane o vieron la película Big Eyes de Tim Burton, podrán trazar una analogía bastante clara de lo que sucede con el arte en general y con la literatura como género elitista y difícil de alcanzar. En la película de Burton se cuenta la historia real de Margaret, una pintora que sólo firmaba sus obras con su apellido de casada – Keane – y que, posteriormente, fue víctima de la atribución de la autoría de sus obras por parte de su marido. Si bien Margaret pudo demostrar su propiedad intelectual en un emblemático juicio que supone un gran logro para las mujeres, la realidad es que al principio nadie parecía creer que una mujer pudiera estar diciendo la verdad en este caso ya que la creación es, para todos, materia de hombres. Este es un ejemplo, como digo, al alcance de todos. No hace falta más que pegarse una vuelta por una librería: la mayoría de los autores son hombres, pocas mujeres, mucha protagonista femenina cumpliendo estereotipos no pactados por ninguna mujer real. O un museo: lleno de cuadros, casi todos de hombres, mucha musa, o sea, mujer posando desnuda para la ocasión. O una galería fotográfica. O una disquería. O tantas otras ramas artísticas donde la mujer hoy, siglo 21, créase o no, no es más que mercancía, publicidad o inspiración, pero no tiene lugar para mostrarse sonriente ante las cámaras y decir que ella crea. Decir “yo creo”. Decir “yo hago que las cosas sean”.
Ya está dicho: los años pasan, vertiginosos, y el mundo se acomoda poco a poco a los nuevos cambios. Lo que tal vez ha faltado decir es que el mundo no cambia si nosotras no lo forzamos. Entonces, está bien que busquemos estas – no tan – pequeñas injusticias y las desmenucemos para entender cómo funciona el mundo, y está bien, mujeres, que nos animemos a tomar todo lo desmenuzado para destruírlo o reacomodarlo, según la ocasión, con el fin de formar algo mejor. El primer paso es animarse a escribir, aunque creamos que nadie nos quiere leer o que el mundo no nos acoge como debiera. El resto es luchar. Entonces, luchemos, que no se trata solamente de querernos vivas: también nos queremos libres para creer y para crear.