#Literatura El irlandés que odiaba las máscaras

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    Damian Martin

    Damian Martin

    Redactor at Corriendo La Voz
    Periodista. Futbolero y amante de lo que aprecio. Colaborador sección Cultura.
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    Talento, sensibilidad y una rebeldía contra lo impuesto por la sociedad llevó a convertir a Wilde en un rival de temer. Autor de grandes clásicos, vivió tan intensamente que parece poco en comparación de los años vividos. Lengua filosa, pluma privilegiada e ingeniosas ideas supo cómo hacer para que vivamos un día en su mundo, en el mundo de Oscar Wilde.

    La primera vez que leí a Oscar Wilde ni siquiera sabía quién era. Tenía apenas 9 años y un viejo libro algo descolorido llamó mi atención. Era una recopilación de cuentos hecha por alguna editorial, y la posterior pérdida del ejemplar no me permite asegurar qué nombre llevaba. Sí recuerdo el primer cuento que leí. Fue El ogro egoísta, luego seguí con El ruiseñor y la rosa y varios cuentos más que ya forman parte de mi infancia. Lo que nunca imaginé era el significado de cada relato, esa crítica revestida con una prosa tan elegante. Wilde ha logrado lo que solamente consiguen los verdaderos artistas: que cada lector encuentre su propia conclusión. También dejó en claro que la agudeza y una buena lírica son herramientas de un porte considerable, sobre todo a la hora de tener que romper ciertas discrepancias.

    Hay quienes hablan de predecesores y alumnos del escritor irlandés, pero empiezo a creer que no los hay realmente. El estilo de él es particular, único e introspectivo. Los personajes son tan reales y la temática es crítica, filosófica e intensa. En La importancia de llamarse Ernesto describe un sector en particular de la sociedad y logra hilar todo un relato bajo una historia cotidiana. En El retrato de Dorian Gray, quizás su novela más oscura, muestra una cara poco vista del ser humano: su miedo a la muerte y el deseo de inmortalidad. Y excava en lo más profundo de los sentimientos y rencores sacando a la luz las miserias, las tragedias y los deleites, ya sean morales o no.

    Quizás su muerte haya tenido todos estos detalles pero si creo que hay algo que agiganta aún más la leyenda de este autor, es el haber desenmascarado las caretas de una sociedad hipócrita y clasista. Y el ser reconocido por sus propios colegas contemporáneos en vida. La mayoría de los poetas malditos adquieren reconocimiento cuando ya no tienen más palabras para volcar al papel y ven como una lúgubre y tenue luz se va consumiendo de manera rápida trayendo oscuridad por detrás. En esas condiciones, pero habiendo llegado por motivos diferentes, un seudónimo cierra los ojos en la ciudad luz. Era el comienzo del camino a la inmortalidad.

    Un 30 de noviembre de 1900 bajo el otoño parisino, debilitado por una meningitis, acechado por las voces críticas, motivo por el cual debió usar un nombre ficticio, y sumergido en una total carencia económica, fallece Oscar Wilde. Autor de ingeniosas y satíricas obras que le valieron el respeto de sus contemporáneos y el odio de toda la sociedad victoriana, a tal punto que lo derrumbaron moralmente provocando su estrepitosa caída en un infierno tan oscuro como personal: enfermedad, pobreza, alcoholismo y anonimato para alguien que siempre supo escribirle a las tragedias.

    Su infancia fue bastante tranquila en comparación con otros poetas malditos. Hijo de un reconocido cirujano irlandés y una poeta partidaria del patriotismo verde, mostró facilidad para el estudio y se destacó en francés y alemán desde niño. Tuvo un hermano mayor y una hermana que falleció con apenas nueve años. Tanto esta muerte como la de su padre quedaron inmortalizadas en dos poemas publicados en su libro de poemas.

    “Experiencia es el nombre que le damos a nuestras equivocaciones” dijo alguna vez este escritor de pluma refinada y ojo crítico de todo y de todos. También se adentró en la verdadera importancia del arte y debatió internamente cómo debía resolverse al plantearse el esteticismo. Viajó por ambos lados del Atlántico y fue recibido con honores, reconocido y distinguido hasta que su vida personal, y el rencor de otros, le jugó una mala carta que lo envió a prisión.

    Quizás una de las cosas más maravillosas de adentrarse en los relatos de Wilde sea la naturalidad de sus personajes: no son reales pero uno siente que están presentes por donde mire. La agudeza de sus párrafos invita a participar y pensar una y otra vez qué quiso decir. Porque si hay algo que es cierto en él es su mensaje. El gigante egoísta, El fantasma de Canterville, El retrato de Dorian Gray o El crimen de lord Arthur Saville ponen en el foco a una sociedad, a una cultura y a la esencia del propio ser humano.

    El egoísmo, el ocio, la vanidad y el deber como principal responsabilidad por parte de un ciudadano, aunque este no sea ético, son solo algunas de las cuestiones que plantea en estos relatos cortos. En El retrato de Dorian Gray expone no solo el modo de vida de la aristocracia, sino el egocentrismo y el despilfarro en el cual se movía. Un dandi que vivía de cóctel en cóctel, admirador de su propia belleza, que decide hacer un pacto para conservar su juventud a cambio de entregar su alma. ¿Quién no se sintió horrorizado al descubrir la imagen de ese retrato que había envejecido todo lo que no envejeció la piel?

    A lo mejor, parte de este interés por reflejar las pasiones del hombre viene de su época de estudiante en el Trinity College de Dublín o en los viajes realizados a Grecia e Italia como parte de una beca del Magdalen College, donde, además de recibirse, le fue otorgado el prestigioso Premio Newdigate, todo un honor para los jóvenes estudiantes. Lo que sí es seguro, es que de ese viaje a Grecia fue donde nació su admiración por la literatura griega.

    En la vida de Wilde todo fue tan intenso que por momentos uno olvida que vivió apenas 46 años. Publicó su primer libro de poemas en 1881, se casó en 1884, tuvo dos hijos y vivió once años de una aparente normalidad. Entonces, como un artilugio de Mr. Podgers, el quiromántico que él mismo había desdeñado y asesinado en El crimen de lord Arthur Saville, su vida da un vuelco inesperado en 1895.

    El marqués de Queensberry lo acusó de ser homosexual y de corromper a su hijo, Alfred Douglas. Las pruebas emitidas por un detective privado contratado por el mismo marqués fueron evidencia suficiente para condenarlo por sodomía, algo que estaba prohibido en la visión victoriana, y a pesar de las voces que se alzaron en oposición a que cumpla la totalidad de la condena, no pudo evitar ir a la cárcel.

    Recluido y obligado a realizar trabajos forzosos, desterrado por parte de su familia: su esposa no volvió a dirigirle la palabra nunca más y sus hijos avergonzados se cambiaron el apellido. Sumergido en una oscuridad interminable no dejó de escribir y tomó un hecho concreto de la prisión para transformarlo en poema.

    Una vez que cumplió con su condena, adopta el nombre Sebastián Melmoth y emigra a París. Hundido en el alcoholismo, la miseria y entregado al cristianismo cierra sus ojos apenas comienza el siglo XX, dejando una marca imborrable en la literatura. Si bien no nació maldito, murió como lo hicieron muchos de los escritores más trágicos de la historia. Además, se dio el lujo de perdonar a sus enemigos para que se enfurezcan aún más con él y escribir que la vida no puede escribirse. Entendió todo, antes que los demás integrantes de la sociedad victoriana.

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