Florencia Slucki
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Desde siempre y para siempre, el lenguaje es un terreno de disputa por imponer un sentido común de las palabras. Cuando decimos “mesa”, no hay demasiados conflictos. Estamos todos de acuerdo en que una mesa es básicamente una tabla con patas.
Pero cuando se trata de palabras más complejas, el acuerdo para un significado en común se ve más difícil. Porque son palabras abstractas, que no tienen un objeto tangible, como por ejemplo “libertad”. La mesa se ve, se siente, se escucha, se toca. Con la palabra libertad no tenemos esa ventaja, entonces la sociedad “debe” ponerse de acuerdo para saber a qué se refiere cuando habla de libertad. Sin embargo, como ya sabemos, la humanidad no ha tenido un particular éxito en ponerse de acuerdo sobre discusiones del ámbito de lo social, sino más bien todo lo contrario. Por lo tanto, no hay acuerdo sobre las palabras abstractas como por ejemplo la libertad, el cuidado, la pobreza, etc.
Esta discusión no es meramente lingüística. No nos detendríamos a observar este fenómeno si no fuera porque incide directamente en la política. Ya es sabido que lenguaje y pensamiento van de la mano, es decir, un determinado uso del lenguaje impacta en la forma de pensar el mundo. Y si avanzamos un paso más, la forma de pensar el mundo conlleva prácticas acordes a ella. Siguiendo el ejemplo de la libertad, no es lo mismo pensarla como “la libertad termina donde empieza la del otro” que pensarla como un “caos” donde cada quien puede hacer lo que quiere. En el presente análisis es irrelevante validar una por sobre la otra; lo importante es notar cómo de esas dos definiciones podrían resultar posturas políticas opuestas. Simplemente por el hecho de que conceptos tan complejos no tienen una definición única y natural.
Desde una mirada gramsciana, cuando a una misma palabra puede adjudicársele más de una definición o acepción (polisemia), hablamos del lenguaje en tanto terreno de disputa por imponer de modo hegemónico uno de esos múltiples sentidos.
Eso estuvo pasando acá en nuestro país, en un diciembre que tanto nos hizo acordar al de hace 16 años.
Al escuchar conversaciones en la calle, en el club, con amigos, en reuniones, con familia, uno puede sacar dos conclusiones:
Estamos todos y todas con la democracia. Estamos contra la violencia.
Y cuando digo todos, me refiero a absolutamente todos los colectivos imaginables: las y los fachos, progres, las agrupaciones de izquierda, los oficialistas, las agrupaciones kirchneristas, e incluso los y las autodenominados apolíticos, y todo aquél que quede fuera de esta lista.
Y sin embargo, las posiciones que tomamos son absolutamente disímiles. No nos referimos a la misma violencia ni a la misma idea de democracia.
Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de democracia y de violencia?
Democracia para mí, democracia para todos: ¿sólo en las urnas?
Que la democracia está en riesgo, eso está en boca de todos. Pero al decirlo, cada postura se basa en una acepción diferente de la palabra democracia.
En una primera postura se argumenta que los opositores no están tolerando la derrota de las elecciones de 2015 y 2017, las cuales obviamente inciden en la conformación de las dos cámaras en el Congreso. Es decir, los opositores no toleran que la democracia haya cumplido su rol al determinar que Cambiemos gane la presidencia y tenga la mayoría en el congreso, entonces la corrompen. Esto responde a la definición de democracia como el sostenimiento del sistema de elecciones periódicas por parte del pueblo. Según esta postura, la democracia está en riesgo porque no se respeta lo elegido en las elecciones.
Por otro lado, en una segunda postura, se argumenta todo lo contrario: se reconoce que la democracia está formalmente vigente (ya que hay elecciones cada dos años, hay sesiones en el congreso, etc.), pero se plantea que es muy débil porque no hay estado de derecho: hay presas y presos políticos que no han tenido un debido proceso de juzgamiento, represión en las movilizaciones, detenciones por no traer el DNI encima… Esto responde a otra acepción de democracia, en donde la urna cada dos años es necesaria, pero no suficiente. Según esta postura, a diferencia de la otra, la democracia está en riesgo porque no se respeta la plena libertad para la ciudadanía que se supone debe haber en un estado democrático.
Por supuesto hablamos de posturas desde las distintas acepciones que pueda tener una palabra, y no de grupos de personas, ya que la división no sería tan esquemática. Obviamente, no es que quienes que conciban a la democracia como el sistema formal estén en contra del estado de derecho, así como no todos los que se identifican con la segunda acepción están a favor de anular los resultados de las elecciones.
Como se ve, la diferencia en las definiciones es sutil, y sin embargo conlleva posturas contrarias sobre la defensa de la democracia. Se la considera en riesgo por motivos diferentes, y las distintas maneras de pensarla llevan a realizar, avalar o repudiar distintas acciones.
Interpretar la violencia
La violencia ha sido desde siempre un objeto de análisis clave en la política, y también en lo que es la historia de Latinoamérica. Millones de definiciones y explicaciones se han encontrado a lo largo del tiempo, desde Hobbes y Maquiavelo hasta Galeano y Ansaldi, pasando por Weber y Arendt, por nombrar sólo algunxs autorxs. Por lo tanto, es una fantasía pretender estar de acuerdo en qué es la violencia y qué actos son violentos.
Respecto a los “enfrentamientos” (nótese el sarcasmo) en la Plaza del Congreso, tampoco hay un acuerdo unánime. Hay una primera acepción que conlleva llamar “violentos” casi exclusivamente a los grupos que tiran piedras y agreden a policías. Es innegable que existen grupos organizados, tanto infiltrados del gobierno como agrupaciones partidarias que sostienen la lucha armada. También es innegable que eso es violencia, y es discutible incluso si es una estrategia válida o contraproducente a la lucha. Pero las personas que se quejan únicamente de estos grupos se apropian de una única dimensión de la violencia: la violencia física entendida como amenaza hacia la seguridad de la gente (acá también se pone en juego el significado de la palabra seguridad y quién es ‘la gente’).
Esta concepción deja afuera una cuestión fundamental; ignora que tal comportamiento se trata de una respuesta a la represión por parte de las fuerzas de seguridad. Represión acompañada por una cacería desproporcionada, donde detuvieron hordas de gente sin discernir entre quienes marchaban de forma pacífica y quienes que realmente causaban disturbios, y donde atacaron con gases lacrimógenos, gas pimienta y balas de goma. Abriendo un paréntesis, nunca es un mal momento para recordar que no existe tal cosa como una guerra entre dos demonios porque nunca pueden equipararse los delitos cometidos por civiles con los delitos cometidos por representantes del Estado. Y además, en todo caso, debe mantenerse una proporcionalidad entre la reacción represiva y los disturbios para que ésta sea legal.
Nuevamente, esta es una descripción de las acepciones. Por ende, en lo dicho hasta acá, tendremos gente que opina que la violencia es una sola, gente que valida la violencia policial y repudia la violencia de los manifestantes, gente que valida la violencia de los manifestantes y repudia la policial, gente que tiene una postura combinada, gente que diferencia la violencia estatal de la violencia civil, gente que no… y cualquier otra opción posible dentro de esta índole.
Aún así, todas estas acepciones permanecen en el plano físico. Es decir, si bien la violencia institucional tiene una carga simbólica antes que física, todas las posturas descritas recién se remiten a lo que pasó concretamente en la calle antes, durante y después de las movilizaciones en el Congreso. Esta acepción de violencia, la violencia física, es quizás la más clásica, acaso porque es la que más cerca está de ser “tangible”, a diferencia de otros tipos de violencia. Los golpes, las balas, las piedras, las detenciones, se pueden ver. Están dirigidas a los cuerpos (aun cuando el fin último no es herir a un otro por herirlo).
Una segunda acepción, entonces, concibe a la violencia como un concepto más amplio, que incluye a la violencia simbólica. Ésta no tiene que ver con los golpes al cuerpo pero sí tiene que ver con los golpes al bienestar, a la vida digna… En el caso de lo ocurrido en diciembre, al poder adquisitivo de las y los jubilados (es más, hasta se podría considerar que atentar contra la posibilidad de comprar medicamentos, o lo que sea, es otra forma de violentar los cuerpos).
Quienes sostienen esta acepción hicieron circular por las redes sociales y los medios alternativos una respuesta a los que justificaban la represión. Esta postura se condensó en una frase que devino consigna: “violencia también es mentir”. Es en referencia a los dichos del presidente Mauricio Macri en los tiempos anteriores a la reforma. Como por ejemplo, el famoso tweet en el que dice que “Los jubilados serán prioridad para nosotros”.
Es decir, esta postura entiende a la violencia no sólo ni necesariamente como física sino también como la violencia simbólica; en este caso, mentir y recortar el gasto público.
Entonces, la idea de violencia habilita múltiples interpretaciones, que influyen directamente en la lectura de lo ocurrido en Congreso durante aquella semana. ¿Fue represión o se hizo justicia? ¿Quién ejerció la violencia, las fuerzas de seguridad, quienes que asistieron a la movilización o el Poder Ejecutivo? ¿Hacia quién se ejerció esa violencia? ¿Hacia los jubilados, hacia la policía o hacia la democracia?
Pensar en el otro
Así como ocurre con las palabras “democracia” y “violencia”, este fenómeno ocurre con muchas otras: “robo”, “ladrón”, “laburar”… El sentido que cada uno tome dependerá de factores como la crianza, la educación, el contexto político y el consumo de los medios de comunicación. Y en realidad, no está mal que aparezcan significados diferentes, porque es legítimo que existan diferentes lecturas de la realidad.
Aun así, cabe preguntarse si esas lecturas alimentan al bien común o al egoísmo, fomentan la mirada crítica o repiten discursos instalados, construyen un mundo más inclusivo o retroceden en la conquista de derechos. Justamente, de eso se trata la disputa por construir un sentido común desde el lenguaje.
La disputa es constante y eterna, pero quien lograra imponer un sentido común en la definición de ciertas palabras, terminaría generando como consecuencia un sentido común en la lectura de la realidad. De este modo, la disputa por el sentido es una disputa política.