#BreveEternidad Desde que la usaste para mí – Ezequiel Scher

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Periodista | Editora de Géneros y Breve Eternidad | Poeta | Feminista | En mis ratos libres sueño con armar una banda disidente.
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Ezequiel Scher es porteño, aunque descree de las montañas de verdades que asume saber la mayoría en la ciudad. Es de Racing, su ídolo es el Matute Morales, se emociona con La Renga y, si existe el cielo, lo primero que hará, dice, será tomar un café con Osvaldo Soriano. Nació en el 91, el tiempo equivocado para ver al mejor Diego, pero la trinchera justa para defender a Messi. “Como narra Gastón Pauls en Nueve Reinas – comenta, cuando le pregunto desde cuándo escribe – empecé a escribir con mi papá como parte de un juego y sigo sintiéndolo igual”. Escribe en Goal y en Revista Asado.
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Desde que la usaste para mí

Tres años con una beca del Conicet para investigar literatura japonesa en el siglo XV para que después de que yo te pregunte qué estabas haciendo ayer a la tarde me mires y me digas: “Hace tiempo que nosotros no venimos bien”.

Mirá, yo te decía que vos y tus amigos eran snobs y vos que no y yo que eran una manga de soberbios que no podían hablar con alguien que prefiriera ver Temperley-Aldosivi a leer a Tolstoi y vos que yo era un exagerado y que tenían uno en el grupo al que no le gustaban las películas de Buñuel y yo que eran unos cerrados pero, la verdad, tenías razón: cuando las papas queman te olvidás de palabras como naif o espúreo y te ponés el cassette de Chayanne y hablás como uno y una más de todos los infieles de este planeta.

La primera vez que nos dimos un pico todavía no teníamos celulares y, aunque estábamos de novios hacía un año y medio, mandaste a una amiga tuya a decirme, en el último recreo del día, que, a la salida, me ibas a estar esperando en la escalera de la casa de ladrillos y portón verde. Yo estaba en séptimo grado y le dije a Gabriel, mi compañero de banco, que ibas a cortarme y fue la primera vez en la vida en que sentí el pelotazo en la boca del estómago que te hace ponerte en forma de bolita y meter la cabeza entre las rodillas para llorar sin vergüenza.

Dos semanas antes, en la plaza que todavía queda a cuatro cuadras del colegio, esa en la que los vecinos autoconvocados tiraron veneno para palomas y casi matan a un nene, nos fuimos a cagar a trompadas con unos pibes y llegué una hora tarde a mi casa. Cuando puse la llave en la cerradura, mi mamá salió a putearme y me tiró por la cabeza una palita que le había quedado a mano, mientras barría para matar los nervios. Me sorprendió que ya se hubiera enterado de la pelea, cuando la verdad es que había sido puro bla bla y ni nos habíamos tocado. Pero, cuando iba a empezar a darle una excusa, me miró y me dijo: “Hacé lo que quieras con tu vida, pero nunca más, ni aunque midas el doble que yo, dejes de avisarme que no vas a llegar al horario que acordamos”.

Entonces, antes de salir, crucé la calle, enfilé al teléfono público, marqué el 19, cobro revertido y le avisé que iba a llegar un rato más tarde. Ella cumplió: ni preguntó.

Volví a cruzar y fui hasta la esquina y cuando doblé no te veía y caminé unos pasos más hasta que apareciste, primero con una mirada nerviosa y, de repente, con una sonrisa estallada como de amor exagerado.

“Qué mina rara”, pensé. O qué raras son las minas. Porque era mi debut en ser dejado, pero no la primera vez en que yo escuchaba teorías sobre cómo las mujeres dejan a los hombres y, la verdad, era todavía chico, lamentablemente, para entender de machismos o de fanfarrones que, en cualquier esquina o parrilla, te explican cómo es la vida.

Lo habías pensado todo. Esa casa tenía una pared enana de ladrillos que dividía la puerta principal de la del garage. Ahí estabas y ahí me senté porque, pasara lo que pasara, yo ya tenía asumido que todo lo que hiciéramos lo ibas a decidir vos.

Te lo advierto antes de que digas algo: a mí, ya sabés, la palabra cursi me parece salame y yo nunca te pondría un pasacalles, pero tampoco me cabe eso de andar mofándome del que expresa su enamoramiento como se le cantan las pelotas. Así que bancate que te repita la palabra sonrisa como si se tratara de una publicidad.
“Me dijo tu amiga que querías que habláramos”, arranqué, medio disfónico, porque la voz me andaba cambiando. Me quedé callado esperando a que avisaras que no iba más, pero sonreíste y el sol te dio de costadito y saqué todo el aire que tenía en el cuerpo porque así se reacciona cuando se descubre la ternura. Te quedaste quieta y acerqué la cara y te di un beso. Desde ese día, en serio, te amo.

Ahora estás acá, en la parte de adelante del auto, mientras suena en la radio un hit cursi de un ex rockero, y algo te duele y estás llorando porque, de alguna manera, sabés que esta historia terminó. Decís que hace tiempo que estamos mal para tirar alguna piña al aire y tratar de compartir la culpa. Pero todo eso de que te ponías al lado de la estufa a leer Las flores del mal de Baudelaire no te sirvió para llegar preparada a este momento de la vida, donde se es poeta en serio, y no montar una escena de telenovela juvenil.
No me hace falta revisarte el celular para entenderlo. Sé que esa sonrisa la tenés porque estás enamorada. Estás saliendo con otro tipo al que ves todos los martes de cuatro a seis de la tarde y los jueves cuando decís que vas a canto. Esos días no tenés pesadillas y ponés música mientras preparamos la cena. Y está bien. Hace veinte años que venimos cambiando y quizás nuestros nuevos yos no te gustan. Pero no me mientas.

Porque te conozco esa sonrisa desde que la usaste para mí.

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Foto: Nacho Yuchark
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La primera vez que leí este cuento, lo hice en voz alta. Soy muy respetuosa del sonido de las palabras y me gusta conocerlas así, tal cual se dicen, respetando el ritmo, las sensaciones.
Me emocionó. El texto no sólo está bien ejecutado, además, te lleva. Es como agua que fluye y uno inevitablemente se sumerge, porque a veces pasa, es verdad, que no te queda otra. 
Empecé contentándome con que estaba muy bien escrito. Me gusta ver las palabras acomodadas con cierta precisión, pero cuando además dicen me siento muy conmovida. De hecho, hay tanta gente que escribe de una forma asombrosamente decente y no llega, no trasciende. A mí este relato me hizo sentir
Sentí las emociones que se meten en uno cuando un viejo amor ya no es. La melancolía de la niñez, de las primeras sensaciones. La triste resignación de lo que es sabido y a lo que no se le puede dar vuelta alguna. El desamor.
La literatura, la buena literatura, es un viaje. Así lo veo yo: un viaje a lo profundo de uno mismo. Un espejo de sensaciones.
Ezequiel Scher, con su Desde que la usaste para mí, logra derretir el vidrio, volverlo de nuevo corpóreo, espejo, boleto, viaje de ida a lo profundo de las sensaciones que – somos humanos, qué le vamos a hacer – a veces olvidamos o callamos para seguir. 
Lo comparto, contenta de desprenderme de él, porque las buenas voces, pienso, es bueno que viajen todo lo lejos que quieran viajar. 
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