Gabriela Krause
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Antes de lanzarme de lleno a esta nueva pileta que es Breve Eternidad, voy a darme el gusto de, en un breve párrafo, contarles qué y por qué. Qué. Suena simple, un poco lo es: una sección literaria, un rincón que sirva un poco de tertulia monologada y otro poco de espacio under virtual. Ahí viene el por qué: porque el mundo under ese, el de la literatura, tan para elitistas, es un mundo difícil de transitar sin terminar agachando la cabeza y diciéndose en voz baja que uno no nació para escribir. Este espacio busca, desde su humilde lugar, nuevo e inexperto, un poco exaltar a las bellezas que nos dejó, en el tiempo, la literatura universal, y otro poco exaltar y promover a los nuevos talentos, esos que todavía tal vez no se animan, o se están animando y lo quieren contar por acá, probar suerte. A quienes gusten leer por aquí algunas líneas de esas que son breves y eternas y se materializan en un cuento, un poema o en un conjunto de palabras desprovistas de forma o encasillamiento alguno, bienvenidos. A quienes no saben si gustan, pero me están leyendo y quieren saber más, bienvenidos también. A partir de acá, todos los jueves habrá un texto. Tres a uno: tres veces a la semana, los autores serán descubrimientos, presentaciones. Una vez, no. Esa vez estará reservada a esos autores que sobreviven a los tiempos, es el caso de hoy, que he elegido optar por algo seguro, ameno, algo que gusta porque es trascendental. A los amantes y no amantes de la literatura, a los que hayan leído hasta acá y decidan seguir haciéndolo, los dejo, para que disfruten, con La continuidad de los parques, de Julio Cortázar.
***
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Elegí a Julio Cortázar por su carácter indiscutible de atemporal. Lo elegí porque me da placer leerlo, verlo jugar con las palabras, enhebrarlas, armarlas como un tablero de juego, con esa precisión del estratega. Elegí La Continuidad de los parques por su carácter de cíclico y de eterno. Es breve y eterno. Es breve, conciso, y como gira en espirales, no termina. Las palabras se suceden, se acomodan, se hacen espacio, te empujan suavemente hacia el final y al final, volvés al principio, a verlas sucederse, acomodarse, hacerse espacio. Así, de a poco te convertís en ese hombre leyendo la novela, viviendo la novela, nutriéndose de letras esperando, sin saberlo, el inexorable final. Saca una sonrisa, al acabar. Uno se siente manipulado, pero sonríe porque Julio, juguetón, lúdico, ha usado nuestras mentes para regocijarse una vez más. Entonces nos reímos a carcajadas. Descubrimos que estamos viviendo en esa continuidad, esa en la que el lector se vuelve un personaje que cuenta, uno que piensa, uno que al final, aunque fuera simbólicamente, puede morir.